Vidas geográficas
Miguel
Peña G.
@miguepeg
Como todas las
mañanas, Alberto, se levanta temprano para ir a trabajar. Es costumbre para
“Beto”, como le llaman de cariño, planificar los miércoles desde las tres de la
madrugada, pues antes de llegar a la oficina debe apartar cupo en la cola del
automarcado, para comprar comida. Ya en la nevera solo hay agua y algunas
hortalizas; en mal estado.
Casi a las 4:30
am, se marcha en camionetica al supermercado más cercano, rezando para llegar
temprano y no quedar fuera del sorteo -inhumano- de cédulas, porque un minuto
tarde, representa no estar dentro del grupo de personas que puedan comprar
productos “regulados”.
Sorprendentemente
llega temprano, no hubo mucho tráfico del edificio al mercado. Parece que la
suerte estaba de su lado. Al ubicarse en la cola de personas, inicia el ritual
de siempre, empuñar la cédula y claro, preguntar su posición dentro de la fila.
Una voz aguda le informa -estas de cuatrocientos-. Beto, mirando la hora, se da
cuenta que hay gente desde el día anterior apartando puesto. No tiene opción,
debe esperar.
Entre bachaqueros
de cupos, vendedores de café y gente despotricando del “gobierno”, pasan dos
horas. De repente, el vigilante del super -que piensa que está en una redada
del Sebin- con voz altisonante y mala cara, comienza a pedir las cédulas.
Alberto, sabiéndose lejos en la fila, saca la cabeza por encima del hombro de
la señora que estaba adelante, solo para asegurarse de que ningún vivo pueda
colearse.
Al llegar el
vigilante -después de una hora- a la persona 399, espeta –hasta aquí recojo
cédulas- Beto, iracundo, le quiere partir la cara al señor de azul. Sin
embargo, piensa en las niñas y trata de mediar para que el vigilante le tome la
cédula. Acción infructuosa, pues el sereno respondió -esa es la orden-
Mientras eso le
ocurría Beto, en otra ciudad -a casi tres horas por carretera- María, quien
estudia derecho y trabaja de vendedora, ya ha visitado más de cuatro farmacias
buscando el medicamento que debe tomar para toda su vida; Glucofagen de 500 mg.
Cansada de su periplo y de respuestas negativas en cuanta farmacia, botica y
droguería visitó, decide sucumbir al mercado negro y comprar el medicamento en
los buhoneros; tiene más de una semana que no toma la medicina.
Luego de contactar
a Doris, que ademas de compañera de estudio, sabe muy bien quien vende cosas
bachaqueadas, llama al número de celular que le dio su amiga. Del otro lado
responde un señor -que vende todo lo que no hay, en el comercio formal- y Doris
le pregunta si tiene el medicamento. José -así se llama el pseudo farmaceuta-
le contesta a María y le asegura tener la medicina que busca, solo que tiene
que transferir 50 mil a la cuenta bancaria que le dicta pausadamente. María no
tiene esa cantidad y procura pedirle más tiempo para conseguir el dinero. El
bachaquero de vidas no contesta nada, solo cuelga.
Al sur del país,
en una ciudad distante, de esas que a muchos no les gusta visitar, se encuentra
Rolando, un mediano empresario dueño de dos locales comerciales de artículos
deportivos. Al salir de la casa donde vive, un grupo comando con pasamontañas,
armas largas y un carro último modelo, lo interceptan. -Estas secuestrado, dame
las lleves de la camioneta- fue lo único que escuchó Rolando.
Luego de darle
golpes hasta más no poder y gritarle -si te mueves te quiebro- recorren los
cajeros bancarios y sacan todo el dinero que pueden, claro en un país donde la
economía no vale nada, los límites de retiro de efectivo son ínfimos. Así que
el “Tony”, líder de la banda, decide regresar a casa de Rolando, donde están
amarrados como garantía humana, su esposa e hijos.
Al llegar,
destrozando todo lo que encuentran a su paso, le piden 30 mil dólares a
Rolando, cuota que evitará que se lleven a su hija Beatriz Olivia; solo tiene 3
años. Rolando afirma que no tiene esa cantidad de dinero y después de varios
golpes en la cara -con la culata del fusil-, el líder de la banda le pide 10
millones de Bolívares. Rolando accede a pagar la suma y pregunta cómo debe
darles el dinero. “El Tony” responde, a la par que apunta con un arma pequeña
-calibre 9 milímetros- a la pierna de la esposa de Rolando -tienes 24 horas
para llevar el dinero a esta dirección-. Drogado y lleno de resentimiento
descarga dos tiros en la pierna de Carolina. Con la sangre pisada por sus botas
militares, “El Tony” sentencia -esto es para que no te olvides que debes pagar,
güevón-.
Historias que
ocurren diariamente en ciudades distintas. Vidas geográficamente distantes -una
de la otra- pero que las une la misma calamidad; esa que se viene apoderando de
toda la sociedad venezolana desde el año 98. Tres vidas geográficas que se
multiplican a la “n” potencia en todo el país ¿Quién no conoce a Rolando,
María o Alberto? No importa el nombre que usted le ponga. Esas víctimas están
allí, silentes -posiblemente- pero reales.
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