Insulto 2.0
Miguel Peña G.
@miguepeg
Definir en
Venezuela que insulto es más fuerte que otro resulta complicado, sobre todo, cuando se superponen a la racionalidad verbal temas álgidos
como la religión, el deporte y claro, la política. No es secreto para nadie,
que las pasiones verbales desatadas antes de cada evento electoral pueden
inundar sin piedad y pudor, los discursos de los distintos candidatos
enfrentados. Algo normal dentro del turbulento código de la política
venezolana. No obstante, como en Venezuela -desde la llegada de Chávez al
poder- nada es normal, esta regla traspasó los límites de cualquier diferencia
política para apoltronarse de manera inamovible, en la jerga diaria de ciudadanos y militantes habituales de los partidos.
No importa si
existe una lista de insultos admitida oficialmente, siempre nos ceñimos a ella
cada vez que queremos insultar a rienda suelta. En realidad, los insultos
varían de Estado a Estado y, están íntimamente ligados, con los usos y
costumbres de cada región. De todas maneras, existen insultos dentro del variopinto español venezolano que muestran el mismo significado en Caracas como
Trujillo. Con el aumento
de la participación ciudadana en los grandes temas políticos, económicos y sociales
del país, se ha generado una proliferación alarmante de analistas de maletín
que, reiteradamente, adolecen de principios básicos para entablar la más
minúscula discusión coherente.
El insulto
criollo, paso de ser una acción visceral y ocasional para convertirse en
modismo frecuente que sirve, no solo como agresión verbal, sino como recurso
lingüístico que permite a toda persona -desprovista de argumentos suficientes-
a concluir y evadir un tema; o peor, imponer su verdad. Dicho cambio cultural
del venezolano ha tenido un plus enorme con la masificación de las redes
sociales y, por supuesto, del Twitter. Ya ningún señalamiento se hace de manera
casual, por el contrario, los insultos son cada vez más directos y sin filtros
a un destinatario que, por pensar distinto y atreverse a promover el voto, queda
expuesto a una jauría de inconformes sociales, hambrientos de arrojar
-digitalmente- los más dantesco y viles improperios; el único límite “creativo”
son los 140 caracteres.
Agazapados, como
tigres acechando a su presa, los insultadores del teclado atacan en manada, sin
piedad, a todo aquel que asome algún apoyo a la Asamblea Nacional, Unidad Democrática y a partidos políticos. Como virus, orbitan en distintos Time
Line para entrar, sin ser invitados, a cuentas de líderes y ciudadanos que profesan la necesidad de seguir la lucha en contra del régimen de Maduro, a
través de las venideras elecciones regionales del 15 de octubre. No basta con ser oposición de la oposición, además, dentro de su peculiar percepción de la
realidad y sumergidos en el radicalismo agrio -promovido increíblemente por
líderes políticos-, los insultadores tratan de construir, desde su retórica
digital, culpables y responsables de todo lo que acontece. Lo paradójico de la historia, es que nunca apuntan a la dictadura, sino a la dirigencia democrática.
“Muderos, Mudecas
y Beatas”, forman parte del glosario ruin que espetan cada vez que teclean. El
insulto de los radicales no discrimina a nadie. Tiene el mismo parámetro procaz
ofensivo para jóvenes, adultos y abuelos. No distingue raza, credo y
religión, pues, como Miura de 500 Kg, embiste a cualquiera que porte los colores
del voto, elecciones regionales y la MUD. Ante este comportamiento la interrogante más común sería ¿Que persigue el insultador de oficio? Si bien, responder tamaña pregunta se torna cuesta arriba, Jean Maniat, en su artículo,
“De abstenciones y abstencionistas”, nos muestra una teoría lógica y válida:
“Nos referimos, más bien, a los propiciadores de la abstención, a los que han
hecho de la dejación de un derecho político una bandera de su actividad
política. Son los que apuestan por una alta abstención, o por una derrota de la
oposición en las regionales, para ver cumplidas sus propias profecías”. Es
cuando el tedioso: “te lo dije”, se transforma en una guillotina verbal que
pretende hundirnos en el desasosiego colectivo.
La línea que
separa al chavo-madurismo del insultador de teclado es muy delgada; quizás difuminada. Intencional o inadvertidamente, esa frontera discriminativa y
radical se traspasa, groseramente, sin escatimar a quien se agrede, alimentando
el falaz neolenguaje promovido por la malvada élite corrupta enquistada en el
poder desde 1998. El insulto como práctica política no es nuevo, así lo deja
ver Rómulo Betancourt, en una carta a propósito de la división de AD en 1968:
“Quienes tienen ética dudosa, o francamente en quiebra, acentúan la nota del
radicalismo verbal”. Entonces, parece que el insulto radical del sin razón
siempre es el mismo; no ha cambiado. Lo distinto es que ya no es analógico, sino 2.0.
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