έξοδος





Era de esperar que el éxodo venezolano compartiera, cual gemelo del mismo embrión, el alto grado de complejidad y desconcierto que refleja la crisis. Tan es así que, hasta los organismos multilaterales del mundo, han quedado atrapados en laberintos absurdos de conceptos, argumentos y valoraciones, que ofrecen grandes dudas y escasas certezas sobre el asunto. Sin importa cuál sea la posición oficial, para ningún país es fácil abordar la migración, fenómeno que nada más se genera en lugares enfrascados en interminables conflictos bélicos o atraviesan dificultades realmente extremas.


Derivada del griego, éxodo sencillamente traduce salida. El desplazamiento de personas de un país a otro es tan antiguo como la necesidad innata de respirar. Con hojear la Biblia, nos topamos con registros documentados que hacen referencia al éxodo. Claro, cualquier análisis del significado que encierra la movilización de personas entre naciones o regiones, hay que concebirlas de manera sesuda y no desde la óptica simplista de la huida. Se deben conjugar algunas situaciones indispensables, para catalogar que un grupo de personas está en éxodo masivo. Hambre, pobreza, violencia, iniquidad y carestía son, definitivamente, argumentos suficientes para querer escapar y conseguir mejores oportunidades de vida.

Veinte años fueron suficientes para que Chávez y su banda destruyeran al país. Cambiaron forzada y abruptamente nuestro estatus internacional. De turistas pasamos a migrantes, y de destino turístico a zona de guerra; literalmente. Dicha “mutación social” fue impulsada, expresamente, desde el más recóndito y oscuro laboratorio de resentimientos chavistas. Sin piedad, sepultaron cualquier costumbre ciudadana, incluso, la más trivial tradición les resulta veneno mortal para coronar sus planes de eternizarse en el poder. Cruzamos el umbral histórico del destierro y el asilo que, ni el más agorero de los analistas, se atrevió a vaticinar en todo este tiempo de “revolución roja”.

La diáspora, además de llevar a cuestas una gran carga emocional y psicológica, se ha transformado -en el último año- en un problema regional de proporciones mayúsculas y, más aún, para Colombia. El Gobierno colombiano maneja tres tipos de migración venezolana: La pendular, personas que cruzan la frontera y regresan. La regular, aquellos venezolanos que llegan a Colombia con pasaporte en mano de manera formal, ya sea por turismo o simple tránsito; y claro, la movilización ilegal de personas, que también presenta un porcentaje considerable en este drama y que no permite definir las cifras reales de la diáspora. Si sumamos las dificultades en materia de seguridad, salud pública y de derechos humanos que esto conlleva, consiguiéramos afirmar que somos equiparables al reciente éxodo sirio.

La cotidianidad abrumadora nos empuja a señalar el desplome del país desde lo económico. No obstante, la inmensa fuga de talento y de mano de obra calificada deja a Venezuela en una posición vulnerable y desfavorable, no solo para la futura reconstrucción, sino para cualquier estrategia electoral que pudiera plantearse en los próximos meses. El éxodo masivo, sin dudas, se convirtió junto a la dictadura de Maduro, en uno de nuestros más graves inconvenientes. ACNUR y la CIDH han comunicado a los países de la región, la necesidad de atender, urgentemente, a los venezolanos que huyen del país, brindándoles garantías básicas que son conferidas a personas en condición de refugiadas.

Si bien, ACNUR aclaró que los países que reciban a la diáspora criolla serán los que pueden otorgar la condición de refugiado, el simple hecho de que un organismo de la ONU haga recomendaciones de este tipo, refleja en lo que nos han convertido; en expatriados. Connotación fuerte y desgarradora que resume la desgracia de nuestra sociedad. Los que se encuentran en albergues improvisados en los países que comparten la extensa frontera venezolana, no son los únicos refugiados en este cuento. La profesora Yaquelín Loyo, Ex Decana de la Facultad de Ciencia y Tecnología de la UC, describió algo que resulta una verdad demoledora: “Los que nos quedamos aquí también somos refugiados”.

Es difícil no sentir una mezcla de sentimientos, al escribir sobre compatriotas que salen desesperados y, quizás, con solo lo que llevan encima. Familiares, amigos, compañeros de trabajo, en fin. Esto, debo decirlo, me hace sentir cual libro abierto, tecleando sobre personas como si las conociera de toda la vida, pensando que han atravesado diferentes tipos de infiernos. Cualquiera que se haya ido de su casa, sabe lo que configura marcharse nada más agarrado de la mano de un elemental acto de fe. Guardándose penurias noche tras noche, sin expresar si hubo saltos de comidas o si enfermamos, sucumbiendo -en ocasiones- a los deseos infinitos de regresar. Al final, prevalece el valor y repetimos: ¡lo puedo lograr! Mudarse de una ciudad a otra es aterrador, ahora imagine lo brutal que encarna partir a una nación distinta; no hay descripción. Los recuerdos perduran, aunque la cicatrices no se ven ni se siente del mismo modo.


Miguel Peña
@miguepeg

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